A ORILLAS DEL EAST RIVER, José Hierro
En esta encrucijada,flagelada por vientos de dos ríosque despeinan la calle y la avenida,pisoteada su negrura por gaviotas de luz,descienden las palabras a un mano,picotean los granos de rocío,buscan entre mis dedos las migajas de lágrimas.
Siempre aspiré a que mis palabras,las que llevo al papel,continuasen llorandode pena, de felicidad, de desesperanza,al fin, todo es lo mismo,porque yo las había llorado antes;antes de que desembocasen en el papel blanquísimo,en el papel deshabitado, que es el morir.
Dejarían en él los ecos asordados, empañados,de lo que tuvo vida.Alguien advertiría la humedad de las lágrimas,lloraría por seres que jamás conoció,que acaso no es posible que existieranaunque estuvieron vivosen el recuerdo o en la imaginación.
Lloraríamos todos por los desconocidos,los -para mí- difuminadosen la magia del tiempo.Contra las estructurasde metal y de vidrio nocturnorebotan las palabras aún sin forma,consagradas en el torbellino helado,y no me hacen llorarYo ya no sé llorar ¡Y mira que he llorado!
Yo ya no lloro,excepto por aquello que algún díame hizo llorar:los aviones que proclamabanque todo había terminado;la estación amarilla diluida en la nocheen la que coincidían, tan sólo unos instantes,el tren que partía hacía el nortey el que partía hacia el oestey jamás volverían a encontrarse;y la voz de Juan Rulfo: “diles que no me maten”;y la malagueña canaria;y la niña mendiga de Lisboaque me pidió un “besiño”.
Yo ya no lloro.Ni siquiera cuando recuerdolo que aún me queda por llorar.
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